Bosquejos a medios gritos . . .

Las últimas palabras que leyó Hector Mann*


Los momentos de crisis producen una vitalidad redoblada en los hombres
O más sucintamente, quizá: los hombres solo empiezan a vivir plenamente, cuando se ven entre la espada y la pared.

Ilusiónes*


... Mientras la miraba, empecé a notar que era una

de esas raras personas en las que el espíritu acaba

triunfando sobre la materia.

La edad no disminuye a esas personas.

Hace que envejezcan, pero no alteran lo que son,

y cuanto más tiempo vivan,

más plena e impecablemente

se encarnan a sí mismas...
Aquella noche, mientras veía cómo Hector y los demás cómicos demostraban sus habilidades en mi salón de Vermont, se me ocurrió que estaba contemplando un arte muerto, un género absolutamente difunto que jamás volvería a ser practicado. Y sin embargo, pese a todos los cambios que habían sobrevenido desde entonces, su obra resultaba tan fresca y estimulante como lo había sido el día del estreno.

Aquello se debía a que entendían el lenguaje que utilizaban. Habían inventado una sintaxis de la mirada, una gramática de cinética pura, y salvo por el vestuario, los coches y el anticuado mobiliario que aparecía en segundo plano, su obra no podía envejecer. Era pensamiento plasmado en acción, voluntad humana expresándose mediante el cuerpo humano, y por tanto era para siempre.

En su mayoría, las comedias mudas no se habían molestado en contar historias.

Eran como poemas, como interpretaciones de sueños, como intrincadas coreografías del espíritu, y, al estar ya muertas, quizá a nosotros nos llegaban más profundamente que a los espectadores de su época.

Las veíamos al otro lado de un gran abismo de olvido, y las mismas cosas que las separaban de nosotros eran en realidad las que las hacían tan fascinantes: su silencio, su ausencia de color, su ritmo irregular, acelerado. Esos eran obstáculos, y por eso no nos resultaba fácil verlas, pero también aliviaban a las imágenes de la carga de la representación. Se ponían entre nosotros y la película, y por tanto ya no teníamos que fingir que estábamos contemplando el mundo real. La pantalla plana era el mundo, y existía en dos dimensiones.

La tercera dimensión estaba en nuestra cabeza.


Auster - EL LIBRO DE LAS ILUSIONES